Publicado originalmente en "Plástica" Año 10, Vol. 1, NÚM. 18 Marzo 1988. Escrito por el uruguayo Luis Camnitzer, profesor de arte de la Universidad de Nueva York, Colegio de Westbury desde 1969.
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A la edad de 93 años, la Bienal de Venecia es la feria de arte más antigua en funcionamiento. A pesar de que cada vez que sucede se afirma que la bienal correspondiente es la peor de su historia, la muestra ha logrado mantener su prestigio y su éxito de público a través de casi un siglo. Venecia es una de las capitales del “kitsch” internacional con una de las invasiones turísticas más densas del mundo, donde incluso un ínfimo porcentaje del enjambre humano garantiza el flujo de visitantes a la Bienal (no parece casual que este año las agencias de viaje venecianas proclamaban a Egipto como “el” lugar para visitar).
La Bienal tiene su parque permanente; grandes jardines salpicados con pabellones especialmente construidos por muchas de las naciones participantes que utilizaron la ocasión para demostrar sus riquezas y megalomanías. El parque ofrece por lo tanto un interesante panorama de la arquitectura de la primera mitad del siglo, desde los fines del eclecticismo y el arte-deco hasta el modernismo, pasando por ejemplos fascistas. La arquitectura de la Bienal, de hecho, simboliza ya muchos de los problemas congénitos de la institución.
A pesar de una variedad de esfuerzos, la Bienal siempre ha tenido una tendencia a expresar más la relación entre el arte y las transitorias políticas nacionales que el arte mismo. Es así que este año muchas de las exposiciones eran predecibles en su tendencia. La Unión Soviética optó por demostrar la “glasnost” exponiendo a Aristarkh Lentulov (1882-1943), un post-cubista que viviera en París durante el invierno de 1911-12 donde se nutrió con las tendencias de vanguardia. Entre otras cosas, Lentulov trabajó con Scriabin en la preparación del estreno de Prometeo. Subrayando el valor económico de sus tesoros, el pabellón de EEUU presentó el único edificio con puerta cerrada. Se aseguró así un control de clima absoluto (aire acondicionado y deshumidificadores) para garantizar la longevidad de la muestra retrospectiva de Jasper Johns, con obra de 1974 hasta 1987 (probablemente el período menos interesante en la carrera del pintor, pero con cuadros que superan el millón de dólares cada uno en un mercado enrarecido). Honrando tanto al anti-franquismo como a su escultor más importante, España dedicó parte du su pabellón a la obra escultórica de Jorge Oteiza. Después de gozar un mutuo desprecio con el régimen franquista, Oteiza decidió no hacer más escultura en 1959 para dedicarse a escribir sobre política y problemas teóricos. Su trabajo sobre espacios negativos influyó a la escultura española y latinoamericana subsiguientes (tanto Pablo Serrano como Edgar Negret) y probablemente mucho de la escultura abstracta internacional. Sus ideas sobre la relación entre el diseño y la sociedad fueron exitosamente (aunque probable y coincidentalmente) replanteadas por Beuys con relación a la escultura.
Otros países trataron de presentar visiones más directamente nacionalistas. Hungría introdujo el concepto de “vanguardia rural” con los trabajos de Imre Bukta y de Géza Samu, y el concepto de “folclore urbano” con la obra de Sandor Pinczehelyi. Samu cuidadosamente construye árboles y plantas artificiales con elementos naturales, Bukta se dirige a las tradiciones agrícolas con construcciones neo-expresionistas, mientras que Pinczehelyi mezcla soluciones conceptuales y otras inspiradas en la obra de Warhol con símbolos tomados del comunismo, expresando el colonialismo cultural con obras deliberadamente colonizadas. Cuba apareció representada con la obra de Manuel Mendive. Mendive es fundamentalmente conocido por sus pinturas decorativas y comerciales referentes a la santería afro-cubana. Mientras que el espacio cubano tenía ejemplos de esta obra y de algunas esculturas, la contribución más interesante de Mendive a la Bienal fue un espectáculo consistente en un banquete en homenaje a la vida. Sentado frente a una mesa abundante, el artista pintaba sobre bocados de comida que luego eran ofrecidos al público circundante por bailarines que tenían sus cuerpos decorados con imágenes típicas de Mendive. Juraci Dórea, representando al Brasil, instaló esculturas hechas con cueros y ramas. Las obras estaban presentadas sobre bosta de vaca semi-deshidratada con carga aromática. El recurso artístico pareció renovar el interés de la comunidad artística en feces, un interés latente desde que Piero Manzoni pusiera su “mierda de artista” en latas de conserva hacia el fin de la década del 50. Una tercera categoría de muestras estaba dada por los países que trataban de establecer su contribución al estado del arte contemporáneo internacionalista actual. Inglaterra presentó una gran pero irregular muestra de Tony Cragg. Sin duda alguna uno de los escultores más inventivos del momento, Cragg sufre en su última obra una contradicción entre la percepción de los deshechos cotidianos y el empleo de técnicas cada vez más costosas y dedicadas a las colecciones institucionales. Por otro lado, Suiza con Markus Raetz, logró una de las muestras menos pomposas y más elegantes de la Bienal. Con menos complejidad que una reciente retrospectiva en el New Museum de Nueva York, Raetz se concentró en problemas perceptuales y anamórficos.
A pesar de una variedad de esfuerzos, la Bienal siempre ha tenido una tendencia a expresar más la relación entre el arte y las transitorias políticas nacionales que el arte mismo. Es así que este año muchas de las exposiciones eran predecibles en su tendencia.
Aun cuando algo del misterio usual de su obra quedó marginalizado por el ingenio, lo directo de su obra y la falta de presunción crearon un oasis refrescante que ayudó a olvidar muchas cosas artísticas y no artísticas (la temperatura del agua en el Gran Canal superaba los 40 grados centígrados y las algas comenzaban a pudrirse). Guillaume Bijl, por Bélgica, reconstruyó un típico “chalet kitsch” belga (incluyendo un burro de yeso tirando de un carro con flores sobre el pasto artificial), en la tradición de sus reconstrucciones impersonales de ambientes sociales a escala 1:1. Desde salas de hospital hasta salones de ventas de coches usados, Bijl construye naturalezas muertas basadas en valores sociales donde el elemento crítico radica más en la ubicación de la obra en el contexto artístico que en la información dada por la obra. Un poco más demagógica y fácil que sus otras obras, esta instalación involuntariamente dio un marco de referencia para la exhibición de la República Democrática Alemana. La muestra consistió en una versión condensada de la Décima Exposición de Arte de Dresden (una muestra que tuvo un millón de visitantes). El arte oficial de la R.D.A. ha tratado de establecer una versión digna del realismo socialista con contaminaciones expresionistas y de la “Neue Sachlichkeit”, evitando las investigaciones contemporáneas occidentales. (Artistas orientales como Richter, Baselitz, Penck y Polke optaron por emigrar a la República Federal). A pesar de que algo del arte expuesto era interesante, la estructura de salón-ensalada inhibía la contemplación individual de las obras.
El entrecruce de políticas nacionales, identidades nacionales y la ambición de “quedar bien” como país, lleva a la Bienal a convertirse en un lugar donde las relaciones exteriores y la diplomacia adquieren un papel más predominante que la degustación del arte en sus propios términos. Reconociendo los peligros de esta dinámica en cuanto socava el deseo institucional de la Bienal de presentar una visión al día y objetiva del arte contemporáneo, las autoridades de la Bienal instituyeron el “Aperto” en 1980. Críticos independientes, es decir con intereses supranacionales, son elegidos para seleccionar artistas jóvenes. El truco ayuda a ignorar las políticas nacionales y reales que pueden impedir la aparición de talento real en el mercado. Así el primer “Aperto” (guiado por Achille Bonito Oliva y Harald Szeeman) fue reconocido como responsable del establecimiento de la transvanguardia en el mercado. En años posteriores el comité fue expandido y este año estuvo formado por cinco miembros (Saskia Bos, directora de la Fundación de Apple de Amsterdam; Fumio Nanjo, director del Instituto de Arte Contemporáneo de Nagoya; Dieter Ronte director del Museo de Arte Moderno de Viena; Dan Cameron, crítico de los EEUU.; y Giovanni Carandente, director de la Bienal).
Este año el comité seleccionó más de ochenta artistas de todo el mundo. Presumiblemente eran artistas que no se habían establecido en el mercado y que darían una visión del futuro inmediato del arte, más allá del pasado inmediato o del presente exhibido en el resto de la Bienal. La intención inicial de ser omni-continental e internacionalista finalizó con una ausencia total de artistas latinoamericanos y con la presencia de un artista africano (Pedro Proença, de Angola, listado como portugués). En uno de los prólogos del comité, Dan Cameron explica: “¿Qué propósito serviría la inclusión individual de artistas de países de India o Portugal, de Finlandia o de Corea, dado que la inclusión de cada uno de esos países no serviría para sintetizar su arte? Después de ver la obra de los artistas individuales, sin embargo, nos sorprendimos con la velocidad con que pudimos tomar muchas de las decisiones. No era tanto que algunos de los artistas fueran marcadamente mejores que otros (aunque esto también fue cierto ocasionalmente), pero algunos cumplían mejor con los lazos interculturales que conscientemente tratábamos de encontrar. En última instancia, quizás algunos artistas fueron seleccionados en base a la imposibilidad de determinar en qué país estaban trabajando.
El entrecruce de políticas nacionales, identidades nacionales y la ambición de “quedar bien” como país, lleva a la Bienal a convertirse en un lugar donde las relaciones exteriores y la diplomacia adquieren un papel más predominante que la degustación del arte en sus propios términos.
Tomando las estadísticas de la muestra, este nuevo lenguaje internacionalista está primariamente definido por obra ejecutada en Italia (trece artistas), EEUU (diez), Japón (siete), y Gran Bretaña y la República Federal Alemana (seis cada uno). El “Aperto” no fue una mala exposición en términos de exposiciones internacionales. Pero no fue la gran alternativa a los pabellones nacionales que uno esperaría de las intenciones. Con una escasez bienvenida de obra neoexpresionista, primaba el neo-dadaísmo (si el pop-art era neo-dada). La elección de artistas soviéticos, si bien decente, parecía más guiada por la curiosidad política que por el rigor estético (quizás con la excepción de Igor Kopystiansky, cuya instalación era mejor que el promedio). Es cierto que salvo por el lenguaje escrito en algunas de las obras las nacionalidades eran indescifrables. Pero también es cierto que mucho del trabajo expuesto en los pabellones nacionales compartían esta cualidad y no eran inferiores o menos interesantes que las propuestas presentadas en el “Aperto”. Felix Droese, en el pabellón de la R.S.A., con grandes recortes en papel negro basados tanto en la vieja tradición de las siluetas como también, algo incomodantemente, en el muralismo decorativo alemán de la inmediata post-guerra, fue capaz de inyectar una energía desconcertante a la Bienal que no estaba presente en la otra muestra. Entretanto, los artistas interesantes del “Aperto” tenían contrapartes dignas en el resto de la Bienal.
Tatsuo Miyajima, del Japón, expuso un ejemplo de poesía tecnológica con su "Mar del tiempo", un cuarto oscuro con el piso regado con relojes digitales multicolores que no solamente marcaban la hora sino que también coordinaban la medida del tiempo entre los diferentes aparatos. Su obra se medía con la obra de Maurizio Mochetti en el pabellón italiano, quien en otro cuarto oscuro tenía un rayo láser dibujando un mapa variable que lentamente desaparecía en un punto para nuevamente invadir el espacio. Fortuyn O’Brien, un equipo de artistas holandeses (O’Brien desgraciadamente murió en abril pasado), investiga la poesía de la función a través del uso de muebles reales mezclados con muebles ficticios. Su obra estaba en el “Aperto”, pero también en la exposición complementaria del envío holandés (“Joven escultura holandesa”). La artista francesa Sylvie Blocher creó una atmósfera de amenaza aterradora con su "Gran Atlas", una instalación de híbridos entre autoclaves emitiendo humo y taburetes gigantes, objetos de acero inoxidable. La obra se contraponía al trabajo de Susana Solano, que con una serie de mezclas de cubetas y jaulas torturadoras rodeaba la sala Oteiza en el pabellón español. El norteamericano Allan McCollum se apropió del espacio de la Corderie de l’Arsenale, el lugar utilizado para el “Aperto”, convirtiendo el largo corredor central en un boulevard con sus “Vehículos perfectos”. Seis jarrones enormes de cemento, con forma deliberadamente estúpida y pintados en suaves olores apastelados, tenían una presencia poderosamente hermética, pero estaban relacionados a algunas de las obras de Cragg.
El “Aperto” definitivamente no dio la impresión de estar más a la avanzada que los pabellones nacionales mejores. Tenía la ventaja, gracias al comité internacional, de haber evitado las intrigas nacionales que muchas veces debilitan los envíos por países. Fue capaz de presentar una muestra museográficamente coherente y, en ese sentido, autosuficiente. Pero no se puede decir que hubiera una indicación de un futuro artístico no previsto por los envíos nacionales en el resto de la Bienal. Incluso el proceso de los chismes alrededor de los premios pareció borrar las fronteras entre el “Aperto” y el resto de la Bienal, a través de rumores de naturaleza política, nacionalista y estética que indiscriminadamente invadían ambas muestras.
En ambas partes, el “Aperto” y los envíos nacionales, el acento parecía primariamente puesto sobre el artista como productor individual y no como agente cultural, viviendo el mito de que la cultura puede ser cambiada radicalmente por un individuo en el contexto del mercado.
Las apuestas eran altas para Tony Cragg en referencia al Gran Premio, seguido de cerca por el norteamericano Cy Twombly. Desviándose de su obra previa dedicada al garabato sensible e inspirado por Rilke y Monet, Twombly articuló un espacio con pinturas verdes y blanco intercaladas con algunas esculturas blancas. La muestra fue presentada en el contexto de “Ambiente Italia” dedicada a artistas extranjeros trabajando en este país (George d’Almeida, Jan Dibbets, Leon Gischia, Sol LeWitt, Markus Lüpertz, Matta, Niki de Saint Phalle y Twombly). Cragg (junto con Enzo Cucchi) terminó recibiendo una Mención como premio consuelo, y por mayoría del jurado e inesperadamente, el premio se lo llevó Jasper Johns. Los rumores sobre el premio a la mejor presentación nacional apuntaban a Suiza con Markus Raetz, para después terminar en manos de Italia por unanimidad. Las apuestas para el premio a un artista joven (menor de 40 años) tenían como candidatos al artista griego George Lappas (con una instalación grande y superficial de hierro recortado y soldado, una casita y pequeños objetos); a Maurizio Mochetti con su obra de rayo láser; o, como gesto político, a uno de los artistas soviéticos, aunque dos de los tres (Kabakov y Bulatov) tenían 55 años. También por mayoría del jurado, el premio fue a la norteamericana Barbara Bloom, quien tenía una sucesión de pequeños espacios sugerentes dedicados al espiritismo.
De esta manera, el espectáculo de la política, el nacionalismo en contra del internacionalismo y viceversa, y la forma en que se define la calidad en el escenario internacional, permeó a toda la Bienal por igual. En ambas partes, el “Aperto” y los envíos nacionales, el acento parecía primariamente puesto sobre el artista como productor individual y no como agente cultural, viviendo el mito de que la cultura puede ser cambiada radicalmente por un individuo en el contexto del mercado. A pesar de la falta de claridad en sus conclusiones, Fumio Nanjo, el miembro japonés del comité del “Aperto” pone el dedo en la llaga en su prólogo a la muestra: […] sin embargo el comercialismo ha logrado ahora una dominación internacional: es un principio potente y todo se ha convertido en mercancía. Como este principio está ligado a los instintos más bajos de la humanidad –la codicia material en particular– tiene también la posibilidad de afectar directamente a la gente de los países no-capitalistas. Esta comercialización del arte en Occidente, posiblemente el resultado del control sobre el arte y su valor en el mercado ejercido por las capitales financieras y periodísticas del mundo, es una de las tragedias del siglo veinte.
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